Estaba buscándote y me encontré. Y te encontré. Y encontré el sentido de las cosas. Y de lo bueno y lo malo que me pasa que no son más que puntos de vista. Y puse mi vida en un columpio del que me agarro y vuelo y – a veces – muy de vez en cuando, toco el suelo para saborear un poco de realidad que también – a veces- me hace falta.
Desde ese lugar bajo y subo. Subo y bajo. No me queda tiempo de quejarme ni de sufrir por lo que no tengo, que si no está es porque no estuvo y si estuvo ya no hace falta que vuelva a estar porque ya estuvo.
Estaba buscándote y me encontré. Y te encontré. Y encontré el sentido de las cosas.
En mi pequeño columpio no hay espacio para el dolor ni la soberbia, ni para el culillo ni los miedos. No hay lugar para el rencor ni las envidias, ni para las dudas, ni para las mentiras ni menos para las perezas ( excepto los domingos en la tarde cuando me acuesto a sentir el deseo de tu cuerpo).
Y no sé si ahora el tiempo corre más de prisa. Debe ser mi atardescencia. El caso es que las horas ya no alcanzan para agradecer lo que me pasa, que no es poco, porque es todo: mis hijas, Dai, mi familia, mis amigos, mis errores, lo que escribo, lo que leo, lo que sé y lo que invento, lo que ignoro, lo que siento, lo que lloro y lo que río, lo que viene y lo que pasa, la música, el olor a pan caliente, las chocolatinas Jumbo Jet y por supuesto, el fútbol.
Agradezco cada día lo que tengo: mis hijas, Dai, mi familia y mis amigos
Puede ser que esté muriendo. O tal vez no, pero por eso, prefiero asegurarme. Esa es la razón por la que no hay día que no les diga a los que amo que los amo. Y pida perdón y dé las gracias.
Algo pasó en mí, Dios o una luz del universo. El caso es que entendí, por fin, que a veces no se necesitan alas porque bastan los columpios…