El triste

Ayer alguien me dijo que soy un tipo triste – que no es lo mismo que un triste tipo-. Me quedé pensando en eso. No sé si es lo que escribo. O lo que digo. O lo que hago.

 

Voy al supermercado, una de las pocas actividades sociales que me quedan. No hay muchas personas en la calle. Todo el mundo le huye el aguacero. Me distrae el olor a pan caliente de la panadería de la esquina. Un perro escarba la basura. Me gusta caminar sin pisar las líneas de los andenes (puras mañas de viejo). Alcanzo a llegar antes de las primeras gotas (al supermercado, no a lo viejo que ya había llegado).

Saludo a la mujer que acomoda los productos. Me gusta saludar porque siempre obtengo a cambio una sonrisa, que no me cambia la vida. O sí. Serpenteo en los estantes. Leche, papel, helado. Y vino. Voy lleno de vainas que no necesito. Exceso de sodio, exceso de azúcar. Exceso de todo…

Tomo del estante una chocolatina Jumbo Jet. (Me encantan desde aquel día de hace algunos años que guardaste para mí tres pastillitas de chocolate con maní porque sabías que me gustaba. Desde ese momento supe que mi amor iba a ser para siempre). Tomás González en la Luz difícil dice: “han pasado ya tantos años desde entonces que incluso la pena en mi corazón se ha ido secando, como la humedad en una fruta, y es poco frecuente que el recuerdo de lo ocurrido de repente me agite otra vez, como si hubiera sucedido ayer, y me haga tragar fuerte, para controlar cualquier sollozo. Pero aún ocurre, y la congoja amenaza entonces con doblarme”.

Y es que la vida es eso. Pastillitas de Jumbo jet, saludos sin motivo, abracitos que reparan, pequeños detalles como en la “Canción de las simples cosas” de Mercedes Sosa: “Al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas, esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón”.

 

Dicen que soy triste. No sé si es lo que escribo. O lo que digo. O lo que hago.

 

Uno piensa mucha vaina mientras lo atienden en la fila de un supermercado. En realidad, mi tristeza no es tristeza. Es melancolía y ni siquiera se parecen. La melancolía es un dolor de tierra fría. En medio de la lluvia y de la bruma, nos entregamos al recuerdo, esculcando en la memoria los detalles, los olores, los sonidos, los colores o las ausencias que se marcan en las camas cuando alguien se nos va.  Una cosa es recordar y otra no poder olvidar. Además, la melancolía algún día se convierte en un espasmo. García Márquez tenía razón: “Con el tiempo todo pasa. He visto, con algo de paciencia, a lo inolvidable volverse olvido, y a lo imprescindible sobrar”.

La tristeza, en cambio, es un estado general del alma. Que no tengo. Que no quiero (la tristeza, no el alma) Por supuesto, hay muchas cosas que me producen desconsuelo, abatimiento, desánimo, indignación. Unas duran más. Otras duran menos. Unas duelen más. Otras duelen menos. Por eso, tal vez, tengo cara de triste. Pero también me sé reír y algo he aprendido de la felicidad. Caras. Personajes. Máscaras. Momentos que a veces se quedan a almorzar.

Pago y salgo. Doy las gracias. Todo lo llevo en una caja de cartón. A veces creo que hablo solo y por eso me gusta la palabra soliloquio. No sé cómo me verán los otros cuando camino englobado por ahí. Algo va de un oso caminando en una playa a un tipo que divaga cargando un mercado por la calle. Tengo ganas de llorar. De un tiempo para acá, no hay día que no llore. Me alivia y me apacigua. Y me sana, porque además lloro con ganas, atragantándome de mocos y suspiros. Y quedo en paz. Suena un trueno. Alumbra un rayo. Se forma un relámpago. Graniza. Sin querer pisé la línea del andén y la vida no cambió. Las simples cosas.

Llego a mi casa. Guardo todo. Destapo mi Jumbo Jet. Alimento mi recuerdo y tal vez, una diabetes. Sonrío pensando en mi tristeza…

 

Mauricio Lievano

“Me gustan los juegos de palabras. En realidad más los juegos que las palabras”. Fundador de Atardescentes

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