Entre la catalepsia y la hipnosis

Todo cambió desde esa tarde de un jueves lejano o desde esa noche, también de jueves, pero un poco más cercana, que, atrapado entre la catalepsia y la hipnosis, vi nacer a mis dos hijas.

Y como a Aureliano Buendía, que un día lo llevaron a conocer el hielo, conocí la felicidad y el miedo, la emoción y el desasosiego de nacer para la vida, porque nunca, nada, volvió a ser lo mismo.

De pronto, todo hubiera sido un poco más fácil si la vida hubiera venido con un folleto de instrucciones. Algo así como una cartilla paso a paso, que nos dijera qué tornillo va con cada tuerca y que nos enseñara cómo hacer casar el lado A con el lado B. Sin embargo, eso nunca pasó y en el mejor de los casos siempre nos terminó sobrando media docena de arandelas. Y pues a falta de conocimiento, no quedaba más remedio que aferrarnos al amor. Al amor por ellos y al amor propio, una balanza donde cada quien pudo  escoger el lado que  quería.

 

De pronto todo hubiera sido más fácil si la vida hubiera venido con un manual de instrucciones

 

Creímos ser sus dueños y sus guías, sus nortes y sus sures, sus noches y sus días, sus abismos y sus cielos. Y no. Nunca lo fuimos.  Construimos esa pequeña mentira, porque necesitábamos hacernos inmortales. Y no. Tampoco. Si acaso inolvidables, pero para eso necesitamos hacer lo suficiente para que nunca se olviden de nosotros.

Hoy, tal vez por la edad o por la lluvia, podemos entender que nunca han sido nuestros, que desde que nacieron tomaron sus propias decisiones: qué comer, cuándo dormir, cómo vestir, qué estudiar, en fin, qué camino tomar y qué vida vivir, aunque bondadosos al extremo, nos hayan hecho creer todo lo contrario.

 

Se estrellan y se caen, triunfan y fracasan , todo por cuenta propia

 

Hemos sido espectadores creyendo ser protagonistas, ciegos en vez de lazarillos, aprendices en vez de modelos a seguir.  Alucinados por nuestros pequeños egoísmos, ofuscados por nuestra propia necedad, dictamos normas y medidas, pautas y patrones, soluciones anticuadas a problemas que ellos viven. Afortunadamente- para ellos- generalmente hacen todo lo contrario.

Se estrellan y se caen, triunfan y fracasan, se arriesgan o se abstienen, siguiendo su consciencia y no porque nosotros les digamos, aunque nosotros en nuestra inmensa vanidad, creamos lo contrario, al pensarnos capicúas, es decir, su principio y su final.

En realidad, no queda opción distinta que amar a los hijos por lo que son y no por lo que queramos que hayan sido. Con sus defectos y sus virtudes, sus posibilidades y sus limitaciones. Y morir cada día por ellos…

 

Mauricio Lievano

“Me gustan los juegos de palabras. En realidad más los juegos que las palabras”. Fundador de Atardescentes

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