Mariposas

El bar está lleno. Hace por lo menos cuatro meses no me tomo cerveza. Desde antes de mi operación.

Una libretica  anaranjada que me regaló Clara hace algunos años, está llena de garrapatos. “Algunas cosas tienen que ser eternas porque si no el mundo se desmorona”, es el principio de algo que será poema. Ideas, ideas sueltas, ideas confusas, ideas vagas e imprecisas que con suerte terminarán convertidas en un párrafo legible.

Mientras llega Eduardo, pienso en Ruth. No en Ruth (Rukita) mi ex cuñada a la que querré toda la vida, sino en otra Ruth, también muy especial.

A Ruth (no a Rukita) la conocí hace cerca de 40 años en la universidad y pocas veces nos cruzamos la palabra. El caso es que ahora volvimos a hablar y en una conversación de cinco minutos me enseñó algo que me voló la cabeza. Experta como es en todo lo que tiene que ver con las comunidades indígenas, me contó que muchas de ellas no utilizan los adjetivos en su lenguaje, sino que los convierten en verbo. Ellos no dicen el zapato negro. Dicen, el zapato negrea, la mujer que bonitea. Me enseñó incluso, que para ellos no existen los colores sino las tonalidades y que todo depende de la distancia o la perspectiva. Existe lo verdoso, lo amarillento, lo azulado. (A mí me gusta a su lado). Saber eso, <<lo de las tonalidades y saber que me gusta estar a su lado>> me tumbó una pata de la mesa. Una pata de mi mesa.

 

Algunas cosas tienen que ser eternas porque si no el mundo se desmorona 

 

El caso es que me quedé pensando que mi vida, mi discurso, mi perorata y mi carreta, están llenas de adjetivos. Al fondo suena “Mariposas” de Enanitos Verdes: Sigo siendo un distraído, como cuando era un niño, dejando mariposas escapar. La gente se ríe. Las meseras hacen malabares. Los choros merodean. Pasan mujeres bellísimas. (¿Cómo decirlo sin usar un adjetivo?)

En algún lugar perdido en mi memoria sé que me enseñaron algo de ellos. ¿Quién? No sé. Tal vez alguno de mis profesores de español cuando yo dormía en clase esperando los recreos.  Igual tampoco me los sé. El caso es que seguro, seguro, he usado con frecuencia los calificativos y los posesivos (bueno, malo, feo, mío, tuyo, nuestro).

Y es que, a la larga, los adjetivos son como los colores: Dependen de la distancia, de la perspectiva, de los afectos. Lo cierto es que los adjetivos tienen que ver con el ego y la vanidad. Mi vida tal vez sería distinta si nos los hubiera utilizado tanto. Califiqué, creí poseer, enumeré, pregunté, intenté demostrar y me escondí muchas veces en los indefinidos.

Dejar de usarlos sería como empezar a caminar de nuevo. Tal vez, a mi edad, lo máximo que puedo prometer es acortar las distancias, mejorar la perspectiva y profundizar en los afectos. Bajarle a la mala leche, a la soberbia, al orgullo y la altivez, a la bobada de decir mío, tuyo y cambiarlo por lo nuestro. Igual, debo confesar que amo la costumbre de decir malas palabras. Se me dan natural, porque a la larga también son adjetivos. Soy un mal hablado, un bocasucia, pero casi un tierno. Fontanarrosa preguntaba: “Por qué, qué actitud tienen las malas palabras. ¿Les pegan a las otras palabras? ¿Son malas porque son malas de calidad, o sea, ¿cuando uno las pronuncia se deterioran y se dejan de usar? ¿Tienen actitudes reñidas con la moral? Sí, obviamente. Pero no sé quién las define como malas palabras. Tal vez sean como esos villanos de las viejas películas que nosotros veíamos que en principio eran buenos pero que la sociedad los hizo malos. Tal vez nosotros al marginarlas las hemos derivado en palabras malas ¿no es cierto?”

Mientras llega Eduardo, termino mi cerveza y alcanzo a escribir con mala letra:

Te amo con un amor que nadie entienda tal vez ni tú siquiera

Nunca en nada he escogido el camino fácil

Olvidarte no iba a ser la excepción

de lo contrario hubiera sido una decepción

Me dicen que te olvide lo cual es imposible

lo que no quiere decir que mi vida se detenga

Mauricio Lievano

“Me gustan los juegos de palabras. En realidad más los juegos que las palabras”. Fundador de Atardescentes

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