La vida me ha enseñado que no todos los hombres son iguales. Ni siquiera en China. Sin embargo, los seres humanos, pero en especial nosotras las mujeres, tendemos a pensar que todos se comportan de la misma manera, generalmente, cuando de lo negativo se trata.
Nos cuesta creer que la persona nueva que llega a nuestras vidas no va a ser el mismo hijueputa a la carrera que nos tocó padecer antes y que por más que nos quiera, nos mime, nos comprenda, nos confronte, nos consienta, nos haga mejores, siempre va a llegar el momento en que deje ver sus verdaderas intenciones. Y algunas veces pasa, pero la mayoría de las veces, no, pero eso poco importa porque la decisión la hemos tomado desde el momento mismo de haberlo conocido.
Ahora que lo pienso bien, resulta bien difícil llegar a la vida de alguien luego de haber sufrido, porque sin querer o no, siempre llevará del bulto, siempre cargará la culpa de otros, siempre saldrá malherido por las balas de un desconocido como quien padece un delito de sangre, aún si saber de quién se trata. Convivir con un fantasma no deja de ser desagradable, así sea Gasparín, porque pedir perdón por los errores de uno, vaya y venga, pero hacerlo por los de los demás, no parece justo.
Sin embargo, hablar de justicia o injusticia en una soberana estupidez porque necesitamos alguien en quien desahogar las penas, un saco de arena sobre el cual descargar la furia, un miserable que nos sirva de trompo de poner. Lástima por ellos. Lástima por nosotras que muchas veces no sabemos qué perdemos. Mala suerte.