El arte de reinventarse, de reintentarse, es cuestión de filigrana y como el viejo oficio del kintsugi japonés, la idea es embellecer lo roto, reparar lo resquebrajado, hermosear lo agrietado sin negar los avatares de la vida porque al fin y al cabo, el que no llora, no sana.
Somos una suma de poquitos, una inmensa red de cicatrices que vamos entretejiendo en medio de las dudas y caídas porque a veces no importa el tamaño del roto sino la calidad de los remiendos.