A veces no basta el amor, porque eso de que el amor todo lo perdona, todo lo soporta, no tiene envidia, no se envanece, no se irrita, no deja de ser una utopía cristiana expresada en el libro de Corintios.
Que es ideal, claro. Que es lo deseable, por supuesto. Que es sano, obvio. Sin embargo, los seres humanos somos muy complejos y andamos por la vida con muchas taras y muchos deterioros, que se nos notan mucho en nuestras relaciones de pareja.
Vivimos cargados y muchas de nuestras acciones no corresponden a lo que sentimos o pensamos, lo que no nos convierte automáticamente en mártires ni en villanos, sino que deja ver nuestra fragilidad como seres humanos.
Por eso, no necesariamente dos buenas personas hacen una buena pareja y no porque no se amen, o no quieran, sino porque no son capaces de tramitar adecuadamente sus diferencias, ni sus propios miedos. Tal vez, lo ideal seria que cada uno llegara con el tema de la felicidad resuelta antes de emprender un viaje en pareja, pero eso pocas veces pasa y por eso creamos ficciones como aquella de la media naranja, que podrá ser muy romántica y muy novela rosa, pero alguien siempre termina encartado con las pepas.
Las parejas no están para completarnos, ni para salvarnos. Están para ser parte de un proyecto conjunto, lleno de baches y de huecos, de proyectos y de sueños, de miedos y amenazas que deben resolverse cada día. Sin embargo, lo que deberíamos solucionar en forma individual lo llevamos al hogar para que alguien lo haga por nosotros y por eso, las cosas no funcionan.
Hay que sanar el corazón y el alma, y ese, es un proceso individual, que en algún momento toca hacer. Construir una familia, cimentar una pareja, es un proceso binario que requiere la voluntad, la alegría, el amor de dos personas que no sientan que algo se les debe.
El amor es algo complicado, sin duda. Y fascinante.