¿Y por qué echarle la culpa al frío de todo aquello que nos pasa?. Nací en Bogotá, como nacieron mis hermanos y mis padres. Y mis abuelos y los papás de mis abuelos y si sigo escarbando, puedo llegar a Jiménez de Quesada, que no nació acá, pero vino y la arrasó, lo que de alguna manera lo hace bogotano.
La temperatura es un hecho cierto, pero el frío es cuestión de perspectiva y Bogotá siempre ha estado al borde del congele. Unos pocos días de sol nos hicieron creernos caribeños. Y no. Acá llueve, hace frío y se madruga muy temprano. Tampoco somos Londres, ni queremos, porque nos gusta el despelote y el desorden, tenemos huecos, ladrones, charcos y vendemos empanadas en las calles y es poco probable que la Reina Isabel compre algo en Transmilenio.
La temperatura es un hecho cierto, pero el frío es cuestión de perspectiva
Los viejos bogotanos andaban de paraguas, sombrero y zapatón y en realidad, no me imagino a Gaitán sin su gabán. Sin embargo, algo muy raro nos pasó y nos llenamos de chanclas y de shores, de mangas sisas y camisetas de color, de bermudas y de cremas bloqueadoras. Ahora resulta que nos gusta el vallenato y el arroz con chipi chipi, que bailamos salsa como en Cali o Puerto Rico, hablamos con acento de gomelo y no sabemos de garullas ni de chicha de maíz, porque ahora preferimos el pandebono y el sushi del Japón.
Yo no es que defienda el frío, pero tampoco lo condeno, porque al fin y al cabo me he aguantado cosas peores a lo largo de mi vida. Es más, y pensando en mi pareja, lo celebro y lo agradezco, porque no puede haber algo más feliz que lograr quitar con piel el frío.
El helaje no es el cielo, pero lo único seguro es que nos aleja un paso -o dos- de las puertas del infierno…