Se murió Vargas Llosa y con él se fue Pedro Camacho, el escribidor.No fue un personaje. Fue un síntoma. No fue un guionista. Fue un estallido. Camacho no escribía radionovelas, las vomitaba. Las arrancaba de su delirio personal, de un mundo donde los límites del sentido se difuminaban, como una cinta de grabación que se fundía por el calor de la máquina.
En el aire espeso de Lima, entre el rumor de las radios y el jadeo de las calles polvorientas, apareció Pedro Camacho como un espectro diminuto, un hombrecillo de terno negro gastado y ojos que ardían como brasas en la penumbra. No era alto, no era imponente, pero llevaba en su figura una intensidad que parecía desbordar el mundo. Boliviano de nacimiento, con una melena rala y una nariz que cortaba el aire como un machete, llegó a Radio Central con una maleta llena de palabras y una Remington que golpeaba como tambor de guerra. Era el escribidor, el hacedor de sueños, el tejedor de historias que se colaban por las ondas hasta los hogares limeños, donde las abuelas lloraban y los niños se escondían bajo las sábanas.
Pedro no vivía para el lujo ni para la fama. Su reino era un cuartucho miserable, un rincón donde el papel se apilaba como hojas secas de otoño y el café frío era su único consuelo. Allí, frente a su máquina de escribir, construía universos: amores imposibles, crímenes sangrientos, pasiones que rugían como tormentas en la selva. Cada personaje suyo tenía “frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu”, porque en ellos volcaba su propia alma, un alma que se desangraba en cada línea.
Pero el crepúsculo siempre llega, lento y traicionero. Pedro Camacho, el genio febril, empezó a tropezar en su propio laberinto. Las historias se le enredaban en la cabeza como lianas en la selva; un médico del lunes aparecía como ladrón el martes, una novia muerta resucitaba en otro radioteatro sin explicación. El público, primero confundido, luego furioso, comenzó a apagar los aparatos. Los Genaros, dueños de la emisora, lo miraban con desprecio, y él, con esa dignidad rota de quien sabe que ha perdido el norte, seguía tecleando, aferrado a su mapa de Lima como un náufrago a su tabla. La locura lo fue cercando, silenciosa como la niebla que baja de los cerros, hasta que un día las catástrofes inundaron sus guiones: incendios, terremotos, personajes que morían en masa. Era su grito final, su adiós al mundo que lo había elevado y luego olvidado.
Al final, lo llevaron al manicomio, un lugar de paredes blancas y ecos tristes.Y ayer se nos murió…
El Cuento del Domingo
En la adaptación colombiana de La tía Julia y el escribidor, hecha por RTI Televisión en 1981 en el recordado Cuento del Domingo, el personaje de Pedro Camacho cobró vida en la piel del actor Carlos Muñoz. No era un papel fácil: había que encarnar a un ser excéntrico, pequeño en estatura, pero gigante en obsesión, un creador al borde del delirio. Muñoz, con su voz profunda y su presencia magnética, lo logró con creces. Le dio al escribidor un tono que oscilaba entre la solemnidad de un sacerdote y el frenesí de un loco, como si cada palabra que salía de su boca fuera un conjuro.
En la serie, Muñoz cargó al personaje con gestos teatrales y una energía que llenaba el cuadro, haciendo que el espectador sintiera el peso de esa Remington invisible que golpeaba sin descanso. Cuando la locura empezó a apoderarse de él, Muñoz no exageró el drama; lo dejó filtrarse en silencios rotos, en miradas perdidas, en una risa que se quebraba como vidrio.
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Excelente reseña que invitaba releer a Vargas Llosa