Odio los viernes por la tarde. Me traen recuerdos y además son la antesala de los fines de semana, que me traen aún más. Los domingos a las cinco, caigo exhausto de tanto recordar. Sufro de una especie de síndrome de hipertimesia, que es la capacidad – o el martirio- de acordarse sin esfuerzo.
Lavo ropa, enjuago loza, doblo juegos de cama, riego las matas, leo, me tomo un café, pero aún no llego a las 3 y 15 de la tarde. Me lavo los dientes. Me miro al espejo, me derrumbo y me deshago. Y me duele, pero renazco a partir de los escombros. Recuerdo una palabra. Dos en realidad: Amor Fati: querer lo que nos toca en destino o suerte. No es resignación.
El cielo está gris. Un rayito de sol que me ayude a vivir, dice Fito y Fitipaldis. Pinto un bosque. Me pierdo en él. En medio de mi psicodelia de espinaca y berenjena, pienso – o alucino- que la vida – que mi vida- debería ser así: volver a la gente, árboles – un ciprés, un cedro, un abeto o los baobabs de El Principito -. Sin juzgar cada tronco. Simplemente apreciarlos. Como son, como pueden, como quieren. Con sus marcas y sus huellas. Las personas y los árboles. Enterrar en un hueco y para siempre, los juicios y razones, los prejuicios y manías, las tirrias y los odios, los credos y los dogmas. En mi caso, tocará cavar hasta llegar a la antípoda.
A veces pinto un bosque y me meto en él para perderme
Soy o me parezco. Soy o me perezco. Árboles y espejos. Los unos y los otros. Los demás y mi misma mismidad. Ustedes, los ustedes y nosotros, los nosotros. Nunca he perdido, porque no tengo la conciencia de haber participado. O tal vez, ya estaba derrotado. Vacío, hueco. Sin nada por dar. Sin saber recibir. No puedo cambiarlo. Tal vez mirarlo diferente. Tal vez mirarme diferente. Sin tiranos ni victimarios. Como dice Ismael Serrano, “es mala costumbre darse por vencido. Escapa al destino, al nunca y al siempre. La lucha se pierde solo si abandonas. La vida da comienzo en esta hora. Me cansé de la pose del vencido. Reconozco que quizá la he practicado en exceso, y, cómo no, en cada partido, yo fingí la dignidad del goleado”.
Camino por la hierba. Escucho sonidos que antes no. Un pájaro, tal vez. No es ruido. Es una melodía. Todo habla para quien quiere escuchar. Todo dice. Nadie explica. Me recuesto en una piedra. La modorra y el calor me ganan. Ahora duermo. Y sueño.
Estoy en la ciudad de los espejos. Me veo. Me toco. Me siento. Me hurgo. Me palpo. Me noto. Me ando. Maitri. Otra de esas palabras que me rondan. (Obvio, no sé sánscrito, a duras penas español, pero un día la leí, de pronto en Instagram): <<Hacerse amigo de uno mismo>>. Como soy, como puedo, como quiero. Como los árboles. Sin juzgar. Solamente apreciarme – del verbo mirarme-. Con mis rotos y mis ruidos. Con mis miedos y mis dudas. Con mi fe y mi esperanza. No es fácil. Tampoco imposible. Llenar de abundancia lo que pienso y lo que siento. Dejar de lado el humo. Dar teniendo algo. Hasta que me florezca. Hasta que florezca a los que toco.
Me despierto. Son las 4 y 30. Aún es viernes y me duelen los recuerdos.