Las ideas rebotan en mi cabeza. Llueve. Suena un trueno. A lo lejos se ve un relámpago. Mi apartamento es un completo desorden. Un caos. Dos obreros trabajan perezosamente. Llevan veinte días intentando encontrar una fuga de agua. No sé si lo mío es paciencia, resignación o estoicismo. Estoy atrapado en mi propia habitación. Es mi refugio. Mi isla. Mi pequeño arrecife.
Leo a Paul Auster y sus palabras son como un disparo en el oído derecho: «Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro”. Y pues sí. Me pasan cosas como le pasan cosas a todo el mundo. ¿El destino? ¿el plan de Dios? ¿predestinación? ¿suerte? ¿la ley de atracción? No tengo puta idea.
Maktub es una palabra árabe que significa «estaba escrito». Transmite la idea de que el destino fija y marca ciertos eventos en nuestra vida que están predestinados y no pueden evitarse. En esencia, lo que está destinado a suceder siempre encontrará una forma de manifestarse y nada ocurre por casualidad, sino por un propósito divino o un plan mayor, pero sin anular la libertad humana ni la responsabilidad de nuestros actos. Así, Dios tiene un plan omnipotente, pero respeta la libertad del hombre para elegir y actuar. Como quien dice, todo es perfecto, pero si algo sale mal, es porque metimos la mano.
Es un debate entre el destino y el libre albedrío que parece pasar cuando Dios se está duchando y anda un poco distraído. Y en este desorden, me golpea la idea de que existo sin un manual, sin un mapa. ¿Quién soy en este apartamento que gotea, en este mundo que ruge con truenos y se quiebra con relámpagos? La vida es un peso, una angustia que me atraviesa como un cuchillo de luces rotas. Soy libre, sí, pero esa libertad es un abismo, un salto al vacío donde cada decisión es un tatuaje que me marca, que me hunde o que me invita a dar e salto.
El absurdo me abraza como un viento frío. No hay propósito, no hay un «estaba escrito» que me salve. El mundo no explica por qué estoy aquí, por qué los obreros no encuentran la fuga, por qué la lluvia insiste en mojar mi alma o porque me pasan cosas como le pasan cosas a todo el mundo. Pero en ese sinsentido, hay algo vivo, algo que arde. Hay que enfrentar el vacío, construir un castillo con pedazos de la nada, sabiendo que el mar lo va a deshacer. Y en esa lucha, en ese desafío contra lo que no tiene respuesta, encuentro un fuego, un pulso, una chispa que me hace seguir.
Todo es un caos. Un carnaval de relámpagos que brillan como luces de un bar olvidado y los truenos son el ritmo de una canción que nadie canta. Maktub, dicen. Estaba escrito. Pero yo, con mi libertad de náufrago, dibujo garabatos en la borrasca e intento decidir lo que pasa en esta playa, en esta isla en la que me resguardo mientras pasa la tormenta. No necesito un mundo perfecto. Tal vez un simple barquito de papel o tan solo un pequeño refugio donde pueda sonreír de vez en cuando…