En estos seis meses he aprendido más de la vida que en toda mi existencia. Tal vez me tocó llegar al borde, caminar por la cornisa, el caos, la oscuridad, la cuerda floja en el trapecio para abrir los ojos y sanar el corazón.
Y tengo miedo, claro. Claro que tengo miedo, pero no ese miedo chiquito que sentía al ir al colegio un día después de haberme peluqueado. No. Pavor, terror, pánico, espanto, susto,sobresalto, aprensión, desasosiego, inquietud, ansiedad, recelo,desconfianza, sospecha, duda, preocupación, inseguridad, cautela, prevención, alarma. Físico culillo. Como un niño que nace y no sabe lo que tiene que enfrentar. El miedo, ese torrente que recorre el cuerpo, no es enemigo, sino maestro. Es el latido de lo humano frente al misterio de lo desconocido, un recordatorio de que vivir es arriesgarse a ver lo nuevo. La paz llega al caminar con él, sabiendo que el pánico es solo la sombra de lo que aún no logro comprender.
Mi mundo, no es mi mundo de hace seis meses. Es otro. O tal vez soy yo. Tuve que llegar al fondo, para saber que la mierda que comí, también sirve de abono. Aprendí de la bondad de las personas, de su amor inagotable, del dolor silencioso de aquellos que no vi, de mi dolor silencioso que nunca quise ver, del poder curativo de la lágrima, de mi fe inquebrantable en el Dios en el que creo, que las personas se van cuando el cielo es muy chiquito para ellas, que todos tenemos rotos y remiendos, que uno solamente debe estar donde es querido y que el pan de doscientos se acabó. El fondo no fue el fin, sino el comienzo. En la oscuridad del dolor, donde todo parecía deshacerse, encontré la semilla de la metamorfosis. Las lágrimas, el amor ajeno, la fe, han sido hilos que tejen un tapiz de sentido en medio del caos. Mis remiendos no son cicatrices de derrota, sino testimonios de una vida que se rehace. Reconocer el dolor propio y ajeno es un acto de lucidez, un paso hacia la compasión que une lo roto, un recordatorio de que la existencia no exige perfección, sino presencia.
La vida es un círculo. Todo comienza y todo acaba. El problema es cuando nos entra el afán. Zygmunt Bauman, con su “sociedad líquida”, nos pintaba un mundo que se deshace como arena entre los dedos: volátil, inquieto, mutando sin aviso, encarnando esa verdad budista de que lo sólido es solo una ilusión pasajera. Los lazos humanos, que antes eran de roble, hoy son de cristal frágil, quebrándose al menor soplo. Las relaciones, fugaces se consumen y se descartan, reflejo de un tiempo que idolatra lo instantáneo y lo desechable. Aprendí que en este fluir incesante, la sabiduría está en no resistir el río, sino en aprender a nadar con él, en no sufrir cuando suene la orquesta sino en bailar a mi ritmo,sin mirar a los demás. La fragilidad de los lazos no es una maldición, sino un reflejo de la naturaleza efímera de todo lo que es. Aferrarme a lo que se desvanece es sufrir. Soltar, con amor y gratitud, es liberarme.
Sí. Aprendí que nada es permanente, que nada dura eternamente -ni lo bueno ni lo malo que a la larga es cuestión de perspectiva-, que los amores para siempre mueren cada noche y vuelven a nacer al otro día, que ningún puente se sostiene solo de un lado. Y me ha costado. Me ha costado inmensamente porque algo va del aprender al aprehender, del saber al hacer, porque toda la vida lo he pensado diferente, lo he hecho diferente. Amar en un mundo fugaz es el mayor desafío de mi alma. Es un acto de valentía que no busca poseer, sino participar en la belleza de lo que pasa. Los amores, son finitos, porque se transforman, porque nos transforman. Saberlo me ha costado lágrimas en costales, pero tal vez algún día entienda que cada adiós también es un comienzo, que el amor no se mide por su duración, sino por su intensidad y que en el no ser encontraré la libertad de amar, de renacer cada día en el eterno presente donde la vida, pasa de verdad.