Hay puertas que no se abren y nunca es bueno entrar por la ventana. Amenaza lluvia. Reguero de truenos. Relámpagos tirados. Manojo de gotas. Escucho a Jorge Drexler cantando la Edad del cielo, que alguna vez le oí a Lala. Calma, todo está en calma. Deja que el beso dure. Deja que el tiempo cure. Deja que el alma tenga la misma edad que la edad del cielo.
La vida es un pasillo lleno de puertas, pienso. Puertas negras, puertas blancas, puertas de colores. Puertas. Unas que se abren, otras que se cierran, algunas entreabiertas. He entrado a través de muchas y he tenido que salir huyendo. En otras, en las que he sido muy feliz, tampoco me he quedado. Que tontería. Y otras que no he querido ver. Todas las agradezco y las bendigo. Ya no están. Me queda el pasillo.
Voy a tientas. Ya no quiero estar tocando las aldabas. Debe ser la paz que tengo. O la guerra que vivo. Mi claridad o mi locura. No importa ya. Al final del pasillo hay una luz. No sé si es el purgatorio. O un bombillo. Ahora camino despacio. Las oportunidades- las puertas- se acaban. O tal vez me quedan las que son.
Ahora escucho a Alejandro Lerner: Volver a empezar, que aun no termina juego. Volver a empezar, que no se apague el fuego queda mucho por andar y que mañana será un día nuevo bajo el sol. Y si la vida fuera como la letra de las canciones, tal vez todo sería más fácil, pero cómo reconocer si el tren que pasa es el que esperamos hace tiempo. ¿Y si no es? ¿Y si me estrello? ¿Y si me va mal? ¿Y si vuelvo a fracasar? Todo es cierto, porque todo puede ser peor. O no.
Ver una oportunidad es como reconocer a Dios en un mendigo o verlo en una oruga que se vuelve mariposa. Como la ruta B 50, pasan muy de vez en cuando y a veces ni siquiera. Debo montarme cuando es, sin culillo, sin miedo, con sospechas o con dudas, pero arriba, porque en esa estación se han marchitado los viajeros indecisos. Una cosa es el miedo. Otra el desgano y a veces lo bueno es lo que pasa y no lo que yo espero. Entrar sabiendo que lo que quiero está ahí como un mango bajito al alcance de la mano. Arrepentirme después no es una opción, no porque no se pueda, sino porque me condena a la tristeza y el hubiera es tan solo un pretérito imperfecto.
Si a mi edad y con toda mi experiencia no lo puedo ver, estoy jodido y me merezco lo malo que me pasa. Si me gana el miedo y los culillos, no tengo el derecho de llorar. Si me domina el ego y el orgullo, no me queda más que los lamentos. Si me quedo pensando en lo que fue, merecida tengo la congoja porque a veces de lo que se trata es de saber recoger los pedacitos. Sin empujar las puertas, sin tocar aldabas. Basta abrir los ojos y hacer lo que nos diga el corazón. Las personas se demoran, pero siempre llegan.
Tocan a mi puerta. Es Lala.