Si de algo sabemos los atardescentes es de los nuevos comienzos porque nos negamos a ser participio, a ser producto terminado y porque sabemos con certeza que estamos en obra negra y que hay vida después del pantanal.
A esta altura de nuestra existencia podemos ver con claridad nuestros errores, no tenemos miedo a pedir perdón, aceptar una disculpa, agradecer lo recibido porque podemos vivir con nuestros pequeños infiernitos sin olvidar que afuera existe el cielo.
Nos hemos reconciliado con la vida porque aprendimos a dar gracias por las cosas buenas que han pasado y las que a veces, juzgamos a veces con dolor.
Sin embargo, no en pocas oportunidades creemos en las cosas del destino como esas cosas que uno espera sentado a que le caigan de la nada, como limosnero de semáforo que se aburre de esperar que una mano bondadosa le tire una moneda.
Lo peor de todo, es que las cosas siempre llegan, pero no porque uno se las merezca, ni en lo bueno ni en lo malo, sino porque uno está parado por ahí y el mundo pasa raudo sin importarle a quién pisa o a quién engancha.
Muchas veces nos conformamos con lo que el destino, la vida o como queramos llamarlo, nos regale, con las boronas que caigan de la mesa como si eso fuera suficiente, como si con eso nos bastara.
Sin embargo, llega el día en que entendemos que lo que queremos está afuera y que por tanto hay que salir a batallarlo, a buscarlo entre las ruinas, a escudriñar en los recovecos de la vida, a escrutar y separar la escoria del tesoro para encontrar el final del arco iris. Basta, tal vez, volver a nuestras épocas infantiles donde hacíamos las cosas sin esperar nada a cambio. Dábamos sin esperar que los demás nos devolviesen. Y éramos felices. Pero crecimos y pensamos que el amor, la amistad o las relaciones humanas consistían en aprender a negociar, en sumas y restas, en mercantilizar nuestra existencia.
Volver a empezar es mirar la oscuridad por dentro para ver la claridad de afuera…